Desafíos para la filosofía del derecho del Siglo XXI

 Publicado por: MUNDO JURÍDICO 

RESUMEN

En este trabajo se constata un desajuste entre una demanda real y acuciante de un análisis filosófico que permita dar cuenta de la irrupción de nuevos fenómenos en el panorama del derecho y la limitada oferta de herramientas teóricas con que satisfacer esta demanda que aporta el modelo tradicional de ciencia positivista del derecho. Tras el diagnóstico inicial de desajuste entre la oferta y la demanda, se destaca como un problema medular del modelo tradicional de ciencia positivista del derecho su resistencia a asumir una racionalidad de tipo práctico y se defiende la viabilidad de esta forma de pensamiento. El trabajo concluye con una propuesta para la reinvención de la filosofía del derecho del siglo XXI, redefiniendo sus objetivos y replanteando su método.

Palabras clave: teoría argumentativa del derecho, pospositivismo, positivismo jurídico, filosofía del derecho, método jurídico, escepticismo ético, derecho y moral.

ABSTRACT

This paper shows a mismatch between a real and pressing demand for a philosophical analysis that allows us to explain the emergence of new phenomena in law, and the limited supply of theoretical tools to satisfy this demand by the traditional model of positivistic science of law. After an initial diagnosis of a mismatch between supply and demand, the resistance of legal positivism to accept practical rationality stands out as a core problem of the traditional model of positivistic science of law and the viability of this way of rationality is defended. The paper concludes with a proposal for the reinvention of the philosophy of law of the 21st century that incorporates new objectives and rethinks its method. 

Key words: argumentative theory of law, postpositivism, legal positivism, philosophy of law, legal method, ethical skepticism, law and morals. 

I. EL DESAJUSTE ENTRE LA OFERTA Y LA DEMANDA

I.1. Una demanda real y perentoria de análisis iusfilosófico

Desde mediados del siglo pasado venimos siendo testigos de la progresiva irrupción en el derecho de nuevos fenómenos cuyo tratamiento teórico requiere de análisis procedentes de la filosofía del derecho. De entre estas profundas transformaciones, sobresale la exigencia del constitucionalismo actual de que los derechos fundamentales sean tomados en serio por los órganos de aplicación y creación del derecho. Esta pretensión sitúa en el primer plano de los problemas jurídicos la ponderación entre principios o la apreciación de límites o excepciones en la aplicación de las reglas jurídicas por razones de principio. Junto con los problemas asociados al constitucionalismo actual, es posible encontrar otro motor de esta nueva demanda de análisis teórico en la remisión a los derechos humanos, por parte de los derechos nacionales, a la hora de interpretar el derecho estatal; o en la pujante influencia de las prácticas interpretativas de los tribunales y cortes de justicia internacionales en materia de derechos humanos de cara a la conformación de las prácticas jurídicas locales por los tribunales nacionales. 

La incursión de este nuevo panorama en el derecho ofrece una nueva edad de oro a la filosofía del derecho. La filosofía del derecho del siglo XXI se encuentra ante el reto evolutivo de reinventarse a sí misma para facilitar la comprensión teórica de todos estos fenómenos, o dejarse extinguir, convertida en un saber de arcanos. No hay nada de nuevo en ello, históricamente las transformaciones en el lenguaje objeto —el derecho— se han hecho acompañar de giros radicales en el metalenguaje de la ciencia del derecho. Así sucedió primero con el iusnaturalismo y más tarde con el positivismo jurídico. Aunque sean pocos los filósofos del derecho que hoy en día reclamen la herencia del iusnaturalismo, no está de más recordar que, en el caos normativo reinante con anterioridad a la codificación, el iusnaturalismo se desenvolvía como pez en el agua, introduciendo un orden en todo ese confuso material. Un orden que, durante la Edad Media, estará inspirado en la doctrina escolástica, pero que, con la Ilustración, se transformará en un orden racional ajustado a «la legislación universal de la voluntad»; un orden a la medida de la razón humana. Sin embargo, cuando el derecho se codifica, el iusnaturalismo pierde su razón de ser: el orden racional se encuentra ya en el código; ya no hay que introducirlo desde fuera. Y es precisamente entonces cuando surge el positivismo jurídico (González Vicén, 1969, p. 29; Díaz, 1975, pp. 288-289). De esta manera, el positivismo jurídico inició su andadura en nuestra cultura jurídica de la mano de la que constituyó la gran revolución ilustrada en el ámbito del derecho: la codificación. Codificación y positivismo jurídico vinieron de consuno: un nuevo derecho y un nuevo paradigma de pensamiento jurídico. Y no fue un capricho histórico: la codificación firmó el acta de defunción del que por muchos siglos había sido el gran paradigma del pensamiento jurídico —el iusnaturalismo— y propició su reemplazo por el nuevo paradigma: el positivismo jurídico. Ese paradigma va a estar vigente en la cultura jurídica occidental desde la codificación hasta prácticamente nuestros días. 

En suma, de la misma forma que la codificación supuso el abandono del iusnaturalismo y su reemplazo por el paradigma positivista, todo parece apuntar a que todas estas profundas transformaciones en el ámbito del derecho van a revolucionar la filosofía del derecho, atrayendo nuevas propuestas de análisis y transformando el paradigma positivista. ¿En qué consisten tales propuestas? Concretando algo más, podríamos comenzar sugiriendo algunas propuestas que pueden ser de gran utilidad a los juristas teóricos. No está de más recordar que, si queremos abonar el terreno para que germine una buena dogmática, debemos ser capaces de elaborar una teoría de las normas, de las fuentes del derecho, de la interpretación y aplicación de derecho, y de tantos otros conceptos básicos del derecho que sea útil para la dogmática; una utilidad que, en buena medida, viene dada por lo que facilite la digestión a los dogmáticos de las recientes transformaciones del panorama jurídico a las que me he referido. 

Sin embargo, además de proporcionar un instrumental de análisis básico a los dogmáticos, la filosofía del derecho es también la disciplina idónea para proveer de herramientas teóricas a los jueces, tribunales y demás órganos de aplicación del derecho cuando estos se ven obligados a dejar de ser los jardineros fieles de las reglas y a tomar en consideración, al fundamentar sus resoluciones, otras razones jurídicas. ¿Qué otras razones jurídicas son esas? Si no son normas autoritativas, ¿por qué debemos considerarlas como jurídicas? ¿Es posible construir una tipología de situaciones en las que tal cosa sucede? ¿Cuándo el derecho requiere dejar de lado reglas en principio aplicables? ¿Cómo debe el operador jurídico construir su argumentación cuando tiene que dejar de lado las reglas? La caracterización, tipología, relevancia y uso argumentativo de esas otras razones jurídicas constituye un fértil terreno para la investigación en filosofía del derecho.

Finalmente, nuestra propia visión del derecho, en cuanto que filósofos del derecho preocupados por obtener una adecuada comprensión de su naturaleza, resultará enriquecida si, junto con la dimensión autoritativa o directiva del derecho, nos ocupamos, entre otros problemas relevantes, del análisis de las tensiones que se producen en el seno del derecho entre su dimensión directiva y su dimensión valorativa, o de los conflictos entre su dimensión institucional y su dimensión sustantiva. Percibir adecuadamente toda esta complejidad nos debe llevar a ampliar nuestra comprensión del derecho, dejando de verlo solo como un conjunto de normas autoritativas, y a desplazar nuestra atención a los problemas anteriormente reseñados.

En suma, existe una demanda real y efectiva de un análisis filosófico que haga emerger toda esa parte del fenómeno jurídico cuya novedad plantea serias dificultades en su manejo a dogmáticos y juristas prácticos. Esta tarea constituye un nuevo y atractivo reto para la investigación en filosofía del derecho: de que este reto sea adecuadamente atendido dependerá, en buena medida, el futuro de nuestra disciplina. 

I.2. La insuficiente oferta del modelo tradicional positivista de ciencia del derecho

Desplacemos ahora nuestra atención a la otra orilla del problema. ¿Hasta qué punto es suficiente para lidiar con estas dificultades lo que nos ofrece el modelo tradicional positivista de ciencia del derecho? Pues bien, sorprendentemente, aun hoy, bien entrado el siglo XXI, buena parte de la filosofía del derecho no ha incorporado a su agenda el tratamiento teórico de todos estos nuevos fenómenos que han incursionado en el derecho. Esta desatención no es fruto del azar o la casualidad, sino que, en buena medida, es el resultado de una fuerte resistencia metodológica por parte del positivismo más tradicional a incorporar herramientas de análisis que impliquen la asunción del más mínimo compromiso con la idea de racionalidad práctica.

Como acabo de señalar, el movimiento codificador trajo consigo un nuevo paradigma en la ciencia del derecho, cuyo dominio fue imponiéndose en paralelo a la codificación: el positivismo jurídico. Como es sabido, el positivismo jurídico pretendía ser la plasmación en el ámbito del derecho del positivismo científico o filosófico1 . ¿Cómo se traduce este positivismo científico en el ámbito del derecho? ¿En qué va a consistir ese nuevo paradigma conocido como positivismo jurídico? Si hay algún autor que exprese la culminación de este cambio de paradigma en la filosofía del derecho, este es, sin duda, Kelsen. Como es sabido, la teoría pura del derecho representa para Kelsen el único modelo que responde a las exigencias del positivismo jurídico. El rasgo fundamental que evidencia la pureza de dicha teoría es su marcado relativismo ético. Más allá de la elaboración de los conceptos más básicos del derecho y del análisis de su estructura, nada tiene que decir la teoría pura del derecho (Kelsen, 2006, pp. 33-37). Si las cuestiones valorativas están excluidas de la teoría pura del derecho, ¿qué sucede entonces con la llamada elaboración racional del derecho? ¿Es la búsqueda por parte de la doctrina jurídica del derecho implícito un mito más que hay que desterrar? La respuesta kelseniana es también aquí claramente inequívoca: no hay espacio en la teoría del derecho para la elaboración racional del Derecho (Kelsen, 2006, p. 55).

Así pues, ya desde los orígenes del actual modelo de filosofía del derecho positivista se impone una preocupación por la preservación del carácter científico del método, combinada con un marcado escepticismo en materia moral. Esta preocupación por la pureza del método y este escepticismo van a ir progresivamente permeando el pensamiento de los filósofos del derecho, hasta convertirse en las enseñas del positivismo jurídico del siglo XX. 

Hay otra causa de la exclusión de estos problemas de la agenda de la filosofía del derecho que se halla relativamente desligada de la anterior, aunque puede darse en combinación con ella, y que no merece ser desatendida. Se trata de la asunción por un sector significativo de la filosofía del derecho contemporánea de una tesis marcadamente autoritativa respecto de la naturaleza del derecho. De acuerdo con este planteamiento, los mandatos de la autoridad configuran para sus destinatarios razones perentorias o excluyentes para realizar aquello a lo que les obligan. Ahora bien, este rasgo autoritativo del derecho se diluiría si consideráramos también como distintiva del derecho una segunda dimensión de tipo valorativo que eventualmente requiriera, por ejemplo, que sus órganos de aplicación se apartasen de las normas dictadas por las autoridades y tomasen en cuenta consideraciones basadas en juicios de valor a la hora de resolver los casos que ante ellos se plantean. Este es claramente el punto de vista asumido por Joseph Raz (1994, pp. 310ss.)2, quien, paradójicamente, dista mucho de ser un escéptico en materia moral, pero, que, pese a ello, considera que toda disquisición respecto de la dimensión valorativa del derecho debe quedar al margen de nuestra compresión del derecho (Raz, 2013, pp. 45-49 y 113-131).

Sea por objeciones ontológicas —como es el caso de quienes comparten la aproximación raziana al derecho— o por reparos metodológicos —como sucede con las aproximaciones kelsenianas— o por una suma de ambos factores, el resultado de todas estas cautelas es que en una parte significativa de la filosofía positivista del derecho de nuestros días se ha impuesto lo que podríamos llamar una estrategia tipo avestruz: se esconde la cabeza bajo el ala, practicando un drástico recorte en el objeto de estudio y prestando oídos sordos a toda aquella parte de la realidad jurídica de la que no es posible dar cuenta (Ródenas, 2017). 

I.3. Estrategias adaptativas. Las sucesivas escisiones en la filosofía del derecho

Aun hoy, bien entrado el siglo XXI, las reservas metodológicas de positivismo jurídico tradicional han dejado su poso y acompañan, en grados y combinaciones diferentes, a buena parte de la filosofía del derecho que se cultiva. Tanto es así que las actuales escisiones entre positivismo y pospositivismo, positivismo excluyente y positivismo incluyente, o constitucionalismo principialista y constitucionalismo garantista pueden ser interpretadas como diferentes estrategias adaptativas, condicionadas por tales reparos. En algunos casos, la estrategia adaptativa ha consistido en dejar atrás los reparos, bien sea abiertamente, como el pospositivismo, o de manera matizada, como el positivismo incluyente. En otros casos la estrategia ha consistido en enarbolarlos como bandera, como el positivismo excluyente o, con matices diferentes, como el constitucionalismo garantista.

En el trasfondo de lo que lleva a cada una de estas corrientes a asumir o cuestionar la existencia de una conexión conceptual necesaria entre el derecho y la moral se encuentra —lisa y llanamente— su correlativa confianza o recelo respecto de la posibilidad de generar un discurso práctico racional. Si la misma idea de racionalidad práctica encierra una autocontradicción, ¿por qué dar cuenta, junto con la dimensión autoritativa del derecho, de una dimensión valorativa del mismo? El filósofo del derecho que no quiera obviar esta última dimensión podrá dejar constancia de la naturaleza extremadamente ideológica del derecho, pero, más allá de esta constatación, ¿qué otro tipo de análisis puede proyectarse sobre este aspecto del fenómeno jurídico sin que se contamine toda nuestra investigación? Detrás de mucha de la renuencia a aceptar alguna forma de vinculación conceptual entre el derecho y la moral anida una profunda desconfianza en las posibilidades de generación de un discurso racional respecto de la moral (Ródenas, 2017). 

II. EL PROBLEMA MEDULAR: LA VIABILIDAD DE LA RACIONALIDAD PRÁCTICA

Ahora bien, ¿y si el positivismo jurídico tradicional tuviera razón y las cuestiones axiológicas o valorativas, al no ser susceptibles de un tratamiento racional, debieran quedar excluidas del ámbito del conocimiento jurídico? El que exista una demanda real y acuciante de análisis filosófico sobre los nuevos fenómenos que han irrumpido en el derecho no cambiará un ápice la situación: no convertirá en racional una dimensión del derecho sobre la que no sería posible generar un discurso racional. Que nuestra disciplina esté perdiendo una sustanciosa cuota de mercado en la investigación jurídica no es una razón suficiente para abandonar el credo metodológico positivista en beneficio de otro más abierto a la racionalidad práctica. Pareciera que al investigador honesto no le queda otra opción que dar por buena la pérdida de esta oportunidad de oro para el gremio y mantenerse fiel a su método (Ródenas, 2017, p. 23).

La vía para allanar esta objeción del positivismo jurídico tradicional requiere que reflexionemos sobre algunos de sus presupuestos metodológicos. Como es sabido, el positivismo no solo asume la racionalidad del pensamiento científico o empírico, sino también, cuanto menos, la del lógico. En consecuencia, el positivismo jurídico se adhiere a lo que se ha dado en llamar un escepticismo o subjetivismo moderado (Nagel, 2001, pp. 34-35). Se trata de un subjetivismo que no afecta a todos los ámbitos del pensamiento, sino solo a uno de ellos: el conocimiento ético; el conocimiento lógico y el científico, por su parte, quedarían a salvo de este escepticismo.

Pues bien, esta moderación en el escepticismo al que se adhiere el positivismo jurídico facilita en buena medida la respuesta a la objeción que nos ocupa (Ródenas, 2017, pp. 23-29). Reparemos en que tanto el conocimiento lógico como el científico se asientan sobre una serie de presupuestos, axiomas o postulados, que son condiciones de racionalidad del propio conocimiento. Tales presupuestos son científicamente indemostrables, aunque filosóficamente sustentables. Dicho muy escuetamente, el conocimiento lógico y matemático precisa presuponer que las verdades lógicas son preexistentes e independientes de los seres humanos (Nagel, 2001, pp. 75-81)3: son verdades descubiertas por los seres humanos, pero no son creadas por ellos; los seres humanos podemos conocerlas pero —por esotérico que ello pueda parecer—, aunque jamás hubiese existido un solo ser humano sobre el planeta, tales verdades de la lógica o de la matemática seguirían siéndolo. Por otro lado, sabemos también que el conocimiento científico, aunque no se basa en verdades autoevidentes, precisa presuponer la existencia de una realidad externa al pensamiento humano, así como que hay un orden en los eventos observados (Nagel, 2001, pp. 91-97)4: no podemos demostrar científicamente ni la existencia de una realidad externa, ni la idea de que haya un orden en ella; solo podemos mostrar científicamente el comportamiento de una realidad cuya existencia y orden presuponemos.

En suma, tanto el conocimiento lógico como el científico se asientan sobre diferentes presupuestos que hacen posible el pensamiento en cada uno de estos ámbitos. Tales presupuestos no son el resultado de cada una de estas formas de conocimiento, sino las condiciones de racionalidad del propio conocimiento: trascienden (van más allá) de su respectiva forma de conocimiento; son previos a la forma de conocimiento y son científicamente indemostrables, aunque sí son pasibles de ser defendidos filosóficamente —esto es precisamente lo que Nagel hace—. Sin embargo, esto no es algo muy distinto de lo que sucede con el pensamiento ético: también la racionalidad última del pensamiento ético se sustenta —como no podía ser de otra forma— en el análisis filosófico. En concreto, sabemos que, aunque el pensamiento ético —al igual que el científico— no se basa en ideas autoevidentes, la hipótesis de que la idea de universalidad excluye la reducción del plano de la ética descriptiva al de la ética normativa parece más plausible que la de convertir en ininteligibles nuestras convicciones morales básicas (Nagel, 2001, pp. 116-119)5.

Toda vez que ha quedado al descubierto que, al igual que sucede con el conocimiento ético, también en el pensamiento lógico y científico la última palabra la tiene el análisis filosófico, deseo elevar a la consideración del lector la siguiente cuestión: ¿por qué excluir al pensamiento ético del ámbito del pensamiento racional? Dicho en otros términos, ¿por qué el positivismo jurídico no extiende al pensamiento ético la misma plausibilidad que otorga al conocimiento lógico y al científico?

Naturalmente, nada de lo que aquí he sostenido constituye una prueba irrefutable de la viabilidad de la racionalidad ética. Mi argumentación se ha basado en sostener que, cuando nos preguntamos por el problema de los presupuestos últimos del conocimiento, existe una significativa relación de semejanza entre el pensamiento lógico, el científico y el ético: aunque las cosas que debemos de presuponer en cada uno de estos ámbitos del conocimiento son diferentes, la reflexión sobre el qué y el por qué debemos suponer ciertas cosas es siempre una reflexión filosófica. La solidez o la endeblez de los fundamentos últimos de cada una de estas ramas del conocimiento, por lo tanto, es aproximadamente la misma: el análisis filosófico es el perchero del que, en último extremo, pende toda forma de conocimiento y quien asume que ese perchero solo es sólido en el ámbito de la lógica y de la ciencia, pero no puede serlo en el de la ética, debe correr con la carga de la prueba.

Pareciera, pues, que, así como el científico o el lógico se ocupan de sus respectivas áreas de conocimiento, sin que se les objete que antes deben aportar una prueba irrefutable de la racionalidad de los presupuestos últimos de sus respectivos ámbitos de conocimiento, el filósofo del derecho puede avanzar propuestas de reconstrucción de nuestras prácticas jurídicas, sin necesidad de demostrar primero concluyentemente la racionalidad del pensamiento práctico.

La consecuencia importante que se desprende de toda esta reflexión es que —en contra de lo que comúnmente ha supuesto el positivismo jurídico— no hay obstáculos metodológicos de peso para excluir la dimensión práctica del derecho del ámbito de estudio de la filosofía del derecho, lo que, naturalmente, no supone que ignoremos los problemas de fundamentación que se nos plantean respecto de los presupuestos últimos de esta y las otras formas de conocimiento. Ahora bien, una cosa es que seamos conscientes de las dificultades a las que nos enfrentamos y otra bien distinta permitir que la objeción metodológica obstaculice nuestro avance en la reconstrucción de nuestras prácticas jurídicas.

III. UNA PROPUESTA PARA REINVENTARNOS

Tras el diagnóstico inicial de desajuste entre la oferta y la demanda, y una vez defendida la plausibilidad del razonamiento práctico, ha llegado el momento de plantearnos cómo podemos reinventar la filosofía del derecho del siglo XXI.

3.1. Redirección de objetivos

A mi juicio, la filosofía del derecho debería empezar por redirigir sus objetivos, proporcionando herramientas de análisis que permitan dar cuenta de los nuevos fenómenos que han irrumpido en el derecho a los que me he referido en las páginas iniciales. La agenda de la filosofía del derecho debe atender a demandas vinculadas al constitucionalismo actual, como la exigencia de control racional de la argumentación que acompaña a la ponderación entre principios, o a la apreciación de límites o de excepciones en la aplicación de las reglas jurídicas por razones de principio. La agenda de la filosofía del derecho tampoco puede desatender el papel insoslayable de los derechos humanos a la hora de interpretar los límites del derecho nacional, o el creciente influjo que la doctrina emanada de los tribunales internacionales en materia de derechos humanos ejerce sobre las prácticas interpretativas de los tribunales nacionales.

3.2. Replanteamiento del método

Lógicamente, esta redefinición de objetivos tendría que ir acompañada por un replanteamiento del método jurídico. Hemos visto que los tradicionales recelos metodológicos del positivismo jurídico respecto de la idea de racionalidad práctica no nos permiten proyectar un análisis satisfactorio sobre las anteriores realidades. Los análisis lógicos y conceptuales son irrenunciables, pero deben ser completados con reconstrucciones racionales —y eventualmente críticas— de las exigencias que caracterizan nuestras prácticas jurídicas, ofreciendo una explicación plausible desde la perspectiva de qué es lo que estas requieren en cada caso concreto. El pospositivimo dworkiniano (Dworkin, 1977, 1995, 2007) y las teorías de la argumentación jurídica (Alexy, 1989; MacCormick, 1978; Atienza, 1991, 2006 y 2013) pueden proporcionarnos un buen punto de partida para ello. La tesis medular de ambas concepciones es la de que el razonamiento jurídico constituye un caso especial del razonamiento práctico. Por cierto, de la asunción de la tesis del caso especial no se sigue —como muchas veces se ha recelado (Ferrajoli, 2011, pp. 28ss.)— la elaboración de un discurso filosófico legitimista o ideológico. Por el contrario, la adhesión a la tesis del caso especial se revela como condición necesaria para la elaboración de un discurso crítico dotado de sentido; solo valorando cuan alejadas se sitúan nuestras prácticas jurídicas reales del ideal de la racionalidad práctica nos podemos permitir armar un discurso crítico coherente.

Sentada esta idea de apertura hacia la racionalidad práctica, debo señalar también que, a mi juicio, la filosofía del derecho no puede, ni debe, dejar de apoyarse en una fecunda teoría de las normas y de los conceptos básicos del derecho. En este sentido, no comparto las objeciones del último Dworkin a lo que peyorativamente tilda de enfoque taxonómico del derecho. De acuerdo con este autor, el enfoque taxonómico del derecho entendería que el derecho «contiene un conjunto de reglas concretas y otros tipos de estándares que son estándares jurídicos, distintos de los morales, consuetudinarios o de algún otro tipo». A juicio de Dworkin, este enfoque incurriría en el error de distraer la atención de la cuestión principal: a saber, la cuestión «de si y cuándo la moralidad se encuentra entre las condiciones de verdad de las proposiciones jurídicas»; error al que él mismo admite que podría haber contribuido al sugerir en sus escritos iniciales que el derecho no solo contiene reglas, sino también principios (Dworkin, 2007, pp. 15-16).

Pues bien, una adecuada taxonomía, proporcionada por una teoría sofisticada de las normas, me parece un punto de partida indispensable para implementar una buena filosofía del derecho. Como cabe suponer, en la base de esta taxonomía se encontraría la distinción entre reglas y principios, pero el esfuerzo taxonómico debería ir más lejos, proyectándose también en el interior de cada una de estas categorías, fijando criterios claros de identificación de subtipos de reglas (reglas de acción, reglas de fin, etcétera) y subtipos de principios (principios en sentido estricto, directrices, principios implícitos, principios explícitos, principios sustantivos, principios institucionales, etcétera) (Atienza & Ruiz Manero, 1996). Y, posiblemente, la taxonomía anterior deba ser completada con otros enunciados normativos de un género híbrido, como aquellos que, con origen en la legislación o en la jurisprudencia, expresan balances o compromisos entre principios para casos genéricos (Ródenas, 2012, pp. 103-104).

En suma, solo partiendo de una adecuada taxonomía de los enunciados jurídicos podremos llegar a una buena comprensión de los tipos de razones para la toma de decisiones que el derecho incorpora. De la misma forma, el análisis de conceptos básicos del derecho, como los de laguna o contradicción, se nos revela como el instrumental teórico indispensable con el que dar cuenta de toda una serie de tensiones jurídicas internas al derecho que operan en el trasfondo de los casos difíciles (Moreso, 2017). Hacer aflorar esas tensiones internas al derecho, llevándolas a la luz, y tratar de proyectar sobre las mismas un buen análisis teórico nos sitúa en la perspectiva idónea para obtener una caracterización más compleja de la naturaleza del derecho y, de resultas, para prestar un buen servicio teórico a los dogmáticos y a los juristas prácticos, proporcionando, por ejemplo, la base racional sobre la que discriminar entre aquellos casos difíciles en los que todavía es concebible una respuesta racional de acuerdo con el derecho y aquellos otros casos difíciles en los que no cabe sino hablar de discrecionalidad en sentido fuerte. Haría posible, en suma, reconciliar teoría y práctica hasta donde los límites de la racionalidad práctica lo permitieran.

3.3. La cuestión terminológica

He dejado deliberadamente para las líneas finales de este trabajo la cuestión terminológica. Si la filosofía del siglo XXI se reinventa a sí misma, redirigiendo sus objetivos y replanteando su método en los términos anteriores, parece adecuado celebrar el cambio en el paradigma proponiendo una denominación adecuada. Ya hace más de dos siglos, von Ihering nos advertía, con sutileza, de la importancia de admitir que hay un cierto sentido artístico responsable de que determinadas construcciones jurídicas sean vistas con agrado por su sentido sencillo, natural y plástico y otras con pesadumbre, por forzadas o rebuscadas, sin poder calificarlas de erróneas (von Ihering, 1994, p. 96) ¿Con qué nombre designar esta nueva filosofía del derecho del siglo XXI? ¿Debería incluir el vocablo positivismo, o es más adecuado darlo por amortizado y reemplazarlo por otro? ¿Resulta apropiado hablar de constitucionalismo (Ferrajoli, 2011)? ¿Es suficientemente ilustrativo el rótulo filosofía del derecho pospositivista, o deberíamos encontrar un término que fuera más descriptivo? Lamentablemente, Ronald Dworkin, gran inspirador de este último giro adaptativo en la filosofía del derecho y reputado autor de célebres metáforas —como «aguijón semántico», «juez Hércules», o «teoría interpretativa del derecho»—, no parece habernos dejado en herencia ninguna propuesta terminológica.

Naturalmente, considero del todo absurdo entrar en un debate estéril sobre cómo denominar al nuevo paradigma que está surgiendo. Lo que me parece del todo claro es que, más tarde que temprano, al cambio de paradigma le acompañará también un cambio en la denominación que lo enfatice. Está por ver cuál sea la denominación que triunfe. El éxito de las metáforas depende, en buena media, de factores imprevisibles y azarosos.

 

REFERENCIAS

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Ródenas, Á. (2017). Lineamientos metodológicos para la investigación jurídica: La investigación en filosofía del derecho. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú         [ Links ]. 

1 Me parece que esta afirmación no se debilita por el diferente origen de los términos positivismo jurídico y positivismo filosófico. Soy consciente del célebre pasaje de Bobbio, en el que afirma lo siguiente: «La expresión "positivismo jurídico" no deriva de la de "positivismo" en el sentido filosófico, aunque en el siglo pasado hubo una cierta relación entre los dos términos, puesto que algunos positivistas jurídicos eran a la vez positivistas en el sentido filosófico: pero en su origen (que se halla a comienzos del siglo XIX) el positivismo jurídico nada tiene que ver con el positivismo filosófico, hasta el punto de que mientras el primero surge en Alemania, el segundo surge en Francia. La expresión "positivismo jurídico" deriva, por el contrario, de la locución derecho positivo contrapuesta a la de derecho natural» (1961, p. 3). Ahora bien, la plausibilidad de mi afirmación no descansa en que uno de los términos tenga su origen en el otro, sino que una buena parte de los positivistas jurídicos se adhieren a los presupuestos del positivismo científico. Esta afirmación es completamente compatible con lo sostenido por Bobbio y —como seguidamente se verá— me parece indiscutible en el caso del máximo exponente del movimiento: Hans Kelsen.

2 Como es sabido, Raz distingue entre un «razonamiento para establecer el contenido del Derecho» y un «razonamiento con arreglo a derecho». En el primer caso, el intérprete realiza un razonamiento basado únicamente en las fuentes del derecho y, por lo tanto, autónomo. Sin embargo, es posible que el resultado que tal razonamiento arroje sea el otorgamiento de discrecionalidad a los jueces para apartarse de lo que el derecho establece si se dan razones morales relevantes para ello. Si este fuera el caso, entraría en escena el segundo tipo de razonamiento, el razonamiento con arreglo a derecho, en el que el juez tiene discreción para apartarse de las pautas jurídicas identificadas según la tesis de las fuentes y aplicar las razones morales. En otro trabajo he tratado de mostrar por qué este intento de Raz de dar cuenta de la inclusión de razones morales en el razonamiento jurídico no me parece satisfactorio (Ródenas, 2012, pp. 99-100). Dicho en términos muy sintéticos, Raz tiene que hacer frente a la siguiente cuestión: ¿equivale la renuncia del derecho a juzgar algunos casos a su indiferencia respecto de los criterios que se usen para resolverlos? Así, por ejemplo, ¿puede concebirse el uso por el legislador de conceptos como el de «honor», «diligencia de un buen padre de familia» o «trato inhumano o degradante» como una mera renuncia a juzgar los casos, otorgando plena discrecionalidad al aplicador?, o ¿son el recurso a la analogía, a la interpretación extensiva o a la restrictiva meros mecanismos diseñados para la introducción subrepticia en el derecho de las propias convicciones morales del aplicador cuando lo estime procedente? Parece dudoso que la respuesta de Raz a estas cuestiones pueda ser afirmativa. Pero, si no es así, si el derecho no renuncia en estos casos a guiar la respuesta jurídicamente adecuada, ¿qué sentido tiene atrincherar la tesis de que toda disquisición respecto de la dimensión valorativa del derecho debe quedar al margen de nuestra compresión del derecho?

3 Nagel nos invita a reflexionar sobre la infinitud de los números naturales como ejemplo de paradigma de la forma en que la razón nos permite llegar mucho más allá de nosotros mismos. «La práctica particular, finita, de contar [señala] contendría dentro suyo la implicancia de que la serie no es pasible de ser completada por nosotros: trae, por así decirlo, ya incorporada una inmunidad contra los intentos de reducción […] Cuando pensamos en la actitud finita de contar, llegamos a comprender que solamente puede ser entendida como parte de algo infinito. Los pensamientos lógicos simples dominan todos los demás y no son dominados por ningún otro, porque no hay posición intelectual alguna en la que situarnos que nos permita someter a escrutinio esos pensamientos sin presuponerlos. Por esa razón quedarían a cubierto del escepticismo. Todas las alternativas que podamos soñar, por más extravagantes que sean, deben ajustarse a las simples verdades de la aritmética y de la lógica, de manera que, aún si nos imaginamos a nosotros, o a otros, como siendo diferentes de una manera que nos impidiera reconocer la verdad de esas proposiciones, parte de lo que deberíamos imaginarnos es que seríamos ignorantes, o que estaríamos equivocados, o que seríamos peores» (Nagel, 2001, p. 75). En suma, Nagel nos muestra que los pensamientos de la lógica y la matemática son autosustentables: aunque los tenemos nosotros, no se refieren a nosotros, no dependen de ningún pensamiento personal. La validez universal de la lógica se basa en que no hay «ninguna otra alternativa».

4 Si el subjetivismo respecto de la lógica y las matemáticas es directamente autocontradictorio, Nagel nos previene de que en otros tipos de razonamiento —como la ciencia o la ética— el subjetivismo solo puede ser refutado mediante la demostración de que compite directamente con afirmaciones internas a ese razonamiento y que, en una confrontación equitativa, resulta derrotado.Tanto en la ciencia como en la ética, el razonamiento no nos suministra pruebas, sino solo razones para creer que cierta conclusión es probable; razones para preferirla de alguna manera, antes que a sus alternativas.

5 Nagel parte de una idea que no dista mucho de una de las tesis centrales del objetivismo ético: de la obviedad del subjetivismo en el plano de la ética descriptiva no se deriva, sin más, la inexorabilidad del subjetivismo en el plano de la ética normativa. «La presentación de un cierto número de actitudes histórica y culturalmente condicionadas —incluyendo la nuestra— no desarma el juicio moral de primer nivel [de la ética normativa], sino que simplemente le otorga algo más sobre lo cual trabajar, incluyendo información sobre ciertas influencias en la formación de mis convicciones que podría llevar a cambiarlas […]» (2001, p. 118). También en consonancia con el objetivismo ético, Nagel se apoya en la exigencia de universalidad para mostrar que el plano de la ética normativa no resulta reductible al de la ética descriptiva: «cuando nos enfrentamos con estas variaciones reales en las prácticas y en las convicciones, la exigencia de ponerse en los zapatos de todos al evaluar las instituciones sociales (alguna forma de universabilidad) no pierde nada de su fuerza persuasiva solo porque no esté universalmente reconocida. Esta exigencia predomina sobre los datos históricos y antropológicos […]» (p. 119). Alguien que abandona o condiciona sus métodos básicos de razonamiento moral solamente sobre la base de fundamentos históricos o antropológicos sería, a juicio de Nagel, casi tan irracional como alguien que abandona una creencia matemática sobre la base de argumentos no matemáticos.


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